martes, 4 de septiembre de 2007

Los amores imposibles


Abstract

El amor-pasión occidental es el terreno del gusto por dolor, el gusto por regodearse en la pasión que nutre y mata, que no tiene razón y le da razón a la vida. Este otro amor también es imposible porque el amor posible, el de diario, el que se consuma y se ejerce, no da para la poesía, para el tormento, para la bohemia y trasnochada infelicidad.

Los amores imposibles o estrategias para combatir el desamor
Por Ricardo Arriaga Campos
Tomado de
http://www.canal22.org.mx/sextante11/


Una buena y una mala. Primero la mala, pero tengan paciencia, de veras luego viene la buena.

¿Cómo?, ¿cómo alcanzar al amor sin condiciones?, ¿cómo empezar a quererse uno mismo para poder querer a otro?, ¿cómo vivir sin ese jodido miedo de confiar en uno mismo?, ¿cómo vivir alerta pero sin temor para saber compartir el tiempo, la vida, la confianza, la intimidad con alguien o para evitar el maltrato y cómo aprender a enviar, recibir y diferenciar entre unos y otros mensajes?

¿Cómo?, si de la lucha cotidiana entre tales dos opciones, las sombras inundan los espacios, es decir que recorren las calles y los asientos de los autos, las nucas llenas de adioses y los pechos y los puños llenos de ganas, las impávidas oficinas sin futuro cierto, los hogares de comesantos del otro lado de la puerta y cagadiablos puerta adentro, es decir las casas monográficas con sus desayunos de prisa y sus comidas anacrónicamente rituales y sus condenatorias miradas y sus silencios en la mesa, los teléfonos como marros que azotan el poder de la última palabra, los hospitales y sus pasillos invictos de amores, las iglesias y la paz sea contigo pero no con aquél, las cárceles, las escuelas y las listas de asistencia, los cafés y los ceniceros atiborrados de desacuerdos, las cocinas sitiadas, los cuartos y las camas y los extremos de las camas.

¿Cómo?, si creo que llevamos siglos transitando por el sentido contrario, es decir que con sus semejanzas y diferencias nuestro mundo actual no es en las cosas fundamentales radicalmente diferente de la vida de los hombres de hace quinientos, mil o dos mil años, es decir que en el hombre occidental de ayer y en el de hoy son semejantes el intrínseco anhelo de complementariedad, el afán de superar la discontinuidad para “continuarse” en el ser del otro, el afán del intangiblemente sólido pacto íntimo, así como también están ahí impasibles la calma blanda de la comodidad y la costumbre amarga, el acre dolor silencioso del engaño y del autoengaño –sobre todo el autoengaño–, el duelo de la pérdida; esto es que las penas, afanes y temores son los mismos, lo que cambia es el escenario, las maneras de vivirlo y de expresarlo. Los laberintos de la patología amorosa sólo cambian de vestuario.

¿Cómo? Creo ir entendiendo que hay que empezar por aclarar las cosas, por inteligirlas, por entender qué es eso del amor, primero hacia sí mismo y luego al otro. Y encuentro que una especie de miopía histórico-arquetípico-psicológico-emocional nos hace pensar que sólo las fechas cambian, pero el amor perdura, cuando lo que de verdad perdura es el desamor.

Así es que pienso en lo que reconocemos como la vivencia posible del amor y lo ubico en las coordenadas de nuestro contexto occidental, y dentro de éste en nuestra particular hispanidad y, más acá, en nuestra pueril mexicanidad (quiero decir este nacionalismo apenas futbolero que no acaba de crecer y madurar en una ciudadanía participativa). Por un lado tenemos el amor que nos ilustra el ya primerísimo poder del mercado, es decir, amor a 12 meses sin intereses: el día del niño y su berrinche y el de la madre y su hartazgo, el día (autofinanciado) del papá y el del (desconocido) cartero, el día del amor meloso y el día (idóneo para cantina) del burócrata. Este amor es imposible porque es proporcional al volumen y a la cantaleta de la efeméride.

Por otro lado, está ese amor que nos vende la historia escrita por otros, dizque autorizados para hablar de él -los amigos de las editoriales, los cantautores acreditados por la televisión-; se trata de un amor pasional, donde pasión no significa éxtasis, sino sufrimiento; es el amor imposible que es combustible y veneno a la vez:

Pasión quiere decir sufrimiento, cosa padecida, preponderancia del destino sobre la persona libre y responsable. Amar más al amor que al objeto del amor, amar a la pasión por sí misma, desde el amabam amarae de [san] Agustín hasta el romanticismo moderno, es amar y buscar el sufrimiento. Amor-pasión: deseo de lo que nos hiere y nos aniquila en su triunfo (...) un secreto cuyo reconocimiento Occidente jamás ha tolerado, que nunca ha dejado de reprimir, ¡de preservar! El amor-pasión occidental es el terreno del gusto por dolor, el gusto por regodearse en la pasión que nutre y mata, que no tiene razón y le da razón a la vida.
[1]

Este otro amor también es imposible porque el amor posible, el de diario, el que se consuma y se ejerce, no da para la poesía, para el tormento, para la bohemia y trasnochada infelicidad.

Y el asunto no es nuevo, data de mucho tiempo atrás, es una de nuestras herencias deficitarias. Por ejemplo, en el siglo XVI cuando la naturaleza y sus ciclos regían todavía la vida social, cuando el desconocimiento del mundo era proporcional, por un lado, a la fragilidad de la vida humana y, por otro, a la soberbia de sentirse el centro del universo en una tierra que acababa de volverse redonda, desde el Renacimiento español hasta el desencantado novecentismo o el realismo de negruras, predomina la concepción amatoria que en la literatura ubicaba al poeta en el limbo de un dolor por la imposibilidad de consumar su amor y un regodeo en el mismo dolor.

El concepto amoroso lírico abstracto, de ideal de belleza, de creación artística, al menos en nuestra hispanidad, se envuelve en juegos de atmósfera nostálgica. Desde los grandes líricos de la Edad de Oro y la alta poesía barroca del siglo XVII, hasta nuestros poetas contemporáneos y nuestros surtidores populares de melodías (que entre “besamemuchos”, últimas pero de veras últimas noches, gavilanes, palomas y otras oscuridades y faunas desafortunadas definen el amor en boleros y baladas), las alusiones al concepto amoroso apuntan al amor como pasión morbosa a la que el amante se entrega aceptando los designios fatales, al amor en medio de una lucha interior, al amor petrificado en el recuerdo inexorablemente acompañado de una profunda melancolía no sólo aceptada y degustada, saboreada, sino hasta anhelada y buscada.

En suma, en la concepción amorosa occidental hispana predomina el flagelo y la conmiseración, como la única pertenencia por la que vale la pena vivir, incluso morir.

Desde –sólo por poner algunos ejemplos, que por lo demás hay muchos– Garcilaso de la Vega (el “Príncipe de los Poetas Españoles”) y su poesía pastoril de dolor revestido de pasión aborrascada, de celos tercos y de melancolía por la pérdida irreparable de su Isabel, hasta Federico García Lorca y sus duelos de amor que van y vienen con cuchillos de luna, con llantos de lirios, con sueños de miedos y venenos, desde Machado y las nostalgias de poetas muertos lejos del hogar, colinas polvorientas y espinas clavadas, hasta Sabines y los amorosos locos, solos, espantados, vacíos, que nunca encuentran nada y que no saben decirse nada, las reminiscencias autoflageladoras se asoman en la aceptación altiva de la desgracia como justificación última de la vida.

El amante defiende el dolor como la única posesión de su vida, como testimonio encarnado de los despojos del amor, como personificación del fatalismo cortesano renacentista y su inherente sometimiento pasivo al dolor infligido por el destino o por el desdén, como emblema no sólo viril –como correspondería a un caballero estoico y altivo en su dolor–, sino religioso y culposamente cristiano que acepta con tres golpes en el pecho ese destino. El amor es el campo de batalla predilecto entre el raciocinio y la sinrazón, porque es tanto más grande el amor, cuanto más imposible es consumarlo.

Hoy por hoy nos movemos en esa concepción amorosa que heredamos y aceptamos por inercia y por pereza, porque ¿quién, repito, ha sido instruido en el significado y la importancia del amor? Vivimos la paradoja de un concepto del amor que existe más en el papel, es decir en la poesía, en la literatura, en las letras de canciones que en la realidad cotidiana y existencial de los amantes, pero, y he aquí la paradoja, ¿quién posee una clara definición del amor, una, al menos, definición personal que le permita, en consecuencia, ejercer el amor, es decir ejercitarlo eficazmente en nuestras relaciones afectivas?
[2]

En fin..., a lo que voy es a que en el currículo del amor occidental “el mundo fue y será una porquería” porque la felicidad no tiene cabida en el cambalache de la historia: la leyenda, la epopeya, la novela, la poesía, la literatura, la canción popular y la telenovela, y con ellas, la vida que reflejan, se nutren del amor amenazado, condenado, abortado. “Lo que exalta el lirismo occidental no es el placer de los sentidos ni la paz fecunda de la pareja.”
[3] La desgracia amorosa parece una de las ocupaciones más recurrentes en el inventario de la narratización y de la microhistoria occidentales, en el catálogo de expresiones de la condición trágica de la existencia; para algunos el dolor es el combustible explícito de la literatura, es el eterno “ni tú para mí, ni yo para ti” del Amor Perdido (si como dicen que es cierto/que vives dichosa sin mí/vive dichosa, quizá otros brazos/te den la fortuna que yo no te di), para otros –los más– es el pan de cada día: “hoy quiero... saborear mi dolor.”

El caso es que en el parpadeo de nuestra historia el canto y el cuento, la prosa y el verso, el diálogo directo y el mediático, todos los encuentros comunicativos, livianos o de peso, se flagelan como cómplices de la religión y sus culpas y como clientes virtuales del ministerio público. Es decir que sufrir es un derecho divino, un don, una estrellita en la frente en el aula de la comunidad, un boleto al cielo de los buenos que son buenos porque sufren, pero eso sí, sin boleto de vuelta, no se puede renunciar así nada más, hay que sufrir estoicamente hasta el fin y toma este puñal y ábreme las venas…

Ese amor es la sublimación del “pégame pero no me dejes”, es decir, apología del oxímoron:
[4] éxito del fracaso, terapia de evasión, mística del masoquismo, idealización del madrazo. ¿Será que estamos llamados al mitin cotidiano de maltratadores y maltratados. ¿Será? Si lo pudiéramos medir, ¿qué porcentaje de las desgracias humanas se derivan del culto al desamor, de la manifestación paradójica del amor, del maltrato, del maltrato evidente y del maltrato taimado?

¿De dónde nos viene ese placer por la infelicidad? El matrimonio, la familia, la escuela, las instituciones sociales –unas laboratorio de esquizofrenias, otras registro oficial de contradicciones– ¿son las encargadas de asegurar la desgracia en el contrato y preservarla en la resistencia? Pirinola donde todos toman, donde todos lloran, porque de aquello de “los ricos también lloran”, lo que importa es el “también”, o sea que nadie se escapa.

Parecería que el amor es un mito, es decir una fábula simbólica que sintetiza y permite abstraer de un vistazo un esquema constante –en este caso de las relaciones– e instalado en la superestructura colectiva, en medio del cotidiano revoltijo relacional. ¿Cuál es el mito, el arquetipo, el inconsciente colectivo sobre el que descansa nuestra conducta hacia el amor, hacia el desamor, hacia el autodesamor, hacia el maltrato?

Si algo puede ser nítido en su complejidad es el amor, es decir que si algo puede ser por naturaleza holístico es el amor, pues sólo puede externarse si nace de dentro, y el que se posee es el que se recrea y se nutre en su externalidad, más aún: amor, ente amador y ente amado son realidades que sólo se definen por su condición de trazo o fragmento inseparable en el dibujo completo del círculo. Me parece que buscar esa conciencia de la circularidad de la existencia y de las relaciones puede ayudar a confirmar que lo que unos llaman pecado, otros una piedra en el camino, no es más que el resultado de la distracción, tal es el mayor error humano: no prever la consecuencia última de cada acto.

Pero si el mito no tiene patente de autor ni fecha de publicación ni siquiera acta de nacimiento, sino que es de origen oscuro e incierto y que ejerce sobre nosotros un sutil y eficaz poder ubicuo, ¿cómo agarrar por el cuello a esa sombra, al mito del amor-dolor que nos caracteriza?

¿Es que el mito del dolor platónico, el del amor épico, el mito del cristiano amor doloroso, el mito del amor imposible cortesano y caballeresco, el mito del civil y contractual amor conyugal (después podemos hablar estadísticamente de ello), el mito del amor célula del Estado, el mito poblacional del amor censado, conllevan en nuestra concepción amorosa una inexorable vocación de desgracia?

Veamos, en el supuesto caso de que el amor oficializado fuera una pauta segura, por cada 100 matrimonios realizados en el país en 2005 hubo 11.3 divorcios, y la edad promedio de los hombres al momento de divorciarse es de 37.2 años y de las mujeres de 34.5, uno de cada 13 matrimonios en México termina en divorcio, en el Distrito Federal el promedio es de uno por cada ocho, ¿cuál es así el panorama de futuro amoroso de tantos hombres y mujeres?, pero dejemos esos datos para otro momento y otra reflexión.

El punto es que el amor, estadísticamente, no existe como lo imaginamos, es decir del hombre y mujer que se “enlazan” con todas las de la ley y son llamados familia en franca discriminación de todas aquellas estructuras que no corresponden a la monografía papá-mamá-hijos (de acuerdo con el INEGI, de cada 100 familias en México, 52 no corresponden a este esquema). Aun –otro supuesto, ¡qué barbaridad!– en el caso idílico de que la familia y el hogar fuesen el cenáculo del amor, fijémonos nada más cómo se define institucionalmente el hogar: “El conjunto de personas unidas o no por lazos de parentesco que residen habitualmente en la misma vivienda y se sostienen de un gasto común, principalmente para comer”, ¿y el amor?, bien, gracias.

Pero bueno…, solamente estamos hablando del amor-pareja y sin contar con las separaciones que no figuran en las estadísticas y en el supuesto también de que las parejas establecidas se mantuvieran juntas por verdadero amor, y no por alguna patología: por dependencia económica, por dependencia emocional, por resignación (mi peor es nada, dicen), por conveniencia social (el “solo” o “sola” de determinada edad es un peligro o una interrogante de cejas alzadas para la sociedad y sus presuntas buenas costumbres), por comodidad (alguien que sirva la comida, alguien que traiga dinero para la comida), por el gran mito de la figura paterna o materna que deben cargar como una inasible loza los chamacos, por venganza intraconyugal que practica mentalmente y entre dientes el uxoricidio (asesinato del cónyuge) en cada plato servido, en cada gasto entregado, en cada almohada y en cada luz apagada que alivia el pesado día con el esperado fin de la jornada.

Creo que vivimos en una distracción tal que hemos enquistado esa desgracia, la hemos elevado al rango de sentimiento acreditado, prestigioso, popular: “es que todos sabemos querer, pero pocos sabemos amar” con sus consecuentes definiciones filosófico-matemáticas de: querer es a gozar, como amar es a sufrir.

Cómo llegamos hasta aquí, hasta este punto, en palabras de mi amigo Alejandro García: “detrás del mundo de las apariencias, de los prejuicios y de los tabúes, debemos preguntar y preguntarnos, aunque le pese a la superación personal y a las buenas conciencias, dónde nos desafinamos, dónde nos desafinaron.” ¿Será que efectivamente preferimos lo que nos daña?

¿Cómo nos volvimos individuos abandonados y solitarios?, solitarios niños abandonados, dueños si acaso del nombre que nos nombra, si no es que sólo de un apenas sobrenombre; abandonados en casa por una familia cuarteada, difusa, abandonados por la sociedad agónica de la que, no obstante, quisiéramos formar parte, clamando calladamente por pertenecer. Pero no hay a dónde, a qué pertenecer: andamos por ahí como hijos de nadie, como nadie, como nada, pero una nada que duele quién sabe dónde, quién sabe cómo, como una nada que se defiende del mal que viene de antes, de siempre, que sigue viniendo en cada mañana de abandono, que sigue viniendo entre la gente, y se defiende del desamor, hasta del amor se defiende. Y aun adultos seguimos siendo pendulares víctimas y victimarios, transeúntes por la injusticia taimada de otros y asesinos vengadores de sí mismos, vengadores en sí mismos por el estúpido fardo de niños maltratados.

Pero en esa oscura geometría titilan cálidas palabras llave, señales comunicativas incontrovertibles hacia puertas de salida, nunca es demasiado tarde para pronunciar estas palabras: “lo siento”, “te amo”, advierte Elisabeth Kübler Ross
[5] (a uno mismo, añado yo), y agrega que con ello podemos liberarnos de nuestra culpabilidad y volver a vivir. Vivir bien quiere decir aprender a amar.[6]

Y sigue:

Somos culpables de haber destruido muchos dones de la naturaleza y de haber perdido toda espiritualidad. Yo exagero un poco, pero seguramente no demasiado. El único modo de aportar un cambio para el advenimiento del tiempo nuevo, consiste en que la tierra comience a temblar a fin de conmovernos y tomar conciencia [una gran revolución, un rompimiento del sistema, una gran discontinuidad nacida incluso de microrrevoluciones provocadas, diría Juan López Chávez
[7]].

Es necesario que lo sepáis, pero no que tengáis miedo. Sólo abriéndoos a la espiritualidad y perdiendo el miedo llegaréis a la comprensión y a revelaciones superiores. A esto podéis llegar todos.

Para ello, no es necesario dirigiros a un guía, ni tenéis la obligación de iros a la India, ni siquiera os falta un curso de meditación. Es suficiente con que aprendáis a entrar en contacto con vuestro yo [a autocomunicarnos, a autosustentarnos, diría Marina Arjona], y eso no os cuesta nada.
[8]

En fin, concluyo con la mala, que ya está anunciando la buena, proponiendo que la dicotomía luz-oscuridad proporcional a felicidad-tristeza, amor-desamor, puede ser más clara y menos maniquea, el amor es una realidad compleja (que no quiere decir complicada, sino rica) que articula y canta los coros solidarios de aquellos que asumen mediante el ejercicio de la inteligencia y por convicción no joderse y no joder al otro, escribir en el flujo del presente individual y del compartido la fertilidad de la luz de la conciencia, de quienes se proponen vencer con cariño cierto esa discontinuidad de la que hablé, porque si bien la realidad nos ofrece constantemente la disyuntiva de maltratarnos o querernos, también ofrece constantemente la posibilidad de volver a empezar, de redescubrir la diferencia entre los caminos solitarios, individuales, egoístas y los caminos afectivos, solidarios, compartidos, pero ojo, también el discernimiento para reconocer cuándo el otro quiere sumar sus pasos a los nuestros y cuándo no.

La buena, ahora sí. Propongo estos pasos y una reflexión

1. Reconocer que estamos inmersos en una cultura de simulación del amor (si no es que de desamor) y de maltrato, no le demos vueltas.

2. Hay de dos sopas: nos quedamos ahí o buscamos un cambio.

3. Si buscamos, si queremos el cambio, hay que prepararnos para él, hay que inducirlo.

4. Traer esto a la conciencia, reconocerlo (el desamor cotidiano y el maltrato) de quien venga, no subestimarlo, no culparnos por recibirlo, pero también examinar el que es infligido por nosotros.

5. Definirlo, diferenciarlo, nombrarlo, desarrollar la destreza lingüística y comunicativa para ser capaces de interpretar y clasificar los mensajes que recibimos acerca del amor y el desamor, particularmente los que resultan paradójicos.

6. Trabajar en la autoestima, en la seguridad, en el autosustento, en la confianza en sí mismos. Necesitamos querernos sin condiciones, con la mira puesta en la esperanza de llegar a ser ese “fenómeno infinitamente raro que sería una persona satisfecha y feliz”. Es decir que es indispensable trabajar y desarrollar la capacidad de quererse uno mismo, de lo contrario es poco probable que se pueda querer a alguien más, suponerlo es terreno muy fértil para el chantaje del estilo “te quiero más que a mí mismo”, “yo que he dado la vida por ti” y un sinfín de mentiras de este tipo.

7. Verbalizarlo, decirlo, expresarlo, tanto el amor, como el desamor y el maltrato. Esto quiere decir que para alcanzar el paso anterior es preciso tener herramientas para comunicarse con uno mismo para luego poder comunicarse eficazmente con los demás, y para ello se requiere aprendizaje y mucha práctica de autocomunicación que nos llevará a una mejor comunicación hacia el exterior. Y el sistema más elaborado de comunicación que hemos desarrollado es el verbal. De modo que aunque se maneja superficialmente que la primera y más importante función de la lengua es la comunicación o transmisión de información, conviene pensar que ésa es la segunda función, pues antes está la concreción del propio pensamiento, del propio sentir para luego decidir si transmitirlo o no. En todo caso, la primera función sería la autocomunicación. De ahí, entre otras cosas, la importancia del letramiento, diría Juan López Chávez.

8. Evitar lo más constantemente que se pueda, sin caer en la obsesión, la distracción. Quiero decir que podemos ejercitarnos en la reflexión sobre las causas y consecuencias últimas de nuestros actos, los mínimos y los trascendentes, porque el mayor error humano (Pablo, en la literatura católica, lo calificaba, para que se entendiera mejor, de pecado mayor) es no pensar en tales causas y consecuencias, porque el problema no es sólo robar o matar, sino qué se gana a fin de cuentas con ello. Esto implica en la vida diaria estar atentos a evitar en nosotros y en los otros los mensajes y las situaciones de chantaje, de poder, de maltrato, de negación de la dignidad.

Marina Arjona se pregunta en el texto “Autosustento”
[9]: “¿Cómo se podría llegar al ‘amor incondicional’ de Elisabeth Kübler Ross cuando se tiene tanto resentimiento por el maltrato que se ha vivido?”, ¿cómo?, ¿cómo en un escenario (histórico, cultural, lingüístico, comunicativo) de relaciones interpersonales que glorifican y se regodean en el egoísmo a ultranza y en el atropello del otro elevado al rango de virtud o principio de supervivencia –en el maltrato, pues?

Partamos de su inicial convicción –expuesta en el texto “Un punto de vista sobre el maltrato”– respecto a que “ha llegado el momento de prepararse para lograr ser expertos, ante todo, en motivar cambios relacionales en la gente que lo necesita realmente. Lo que significa provocar la necesidad del cambio, además de ser capaces de inducirlo”.
[10]

Mi particular motivación para compartir estas reflexiones es que cuando se encuentra una estrategia contra el desamor, contra el maltrato, se le quiere hacer ver a los demás, a quienes uno va queriendo en el camino o incluso a quienes uno va encontrando en el siempre complejo, a veces estrecho –estrechísimo–, espacio de la comunicación.

El problema es que crecemos (y hasta nos reproducimos, según el dictado del ciclo vital) sin ninguna enseñanza respecto de asuntos fundamentales. ¿Quién –preguntémonos– ha recibido alguna lección formal de lo que significan conceptos universales como el amor, la libertad, la justicia, amén de un largo etcétera? Quizá porque forman parte de los principios universales de la condición humana, creemos que nacemos con ellos, con una especie de chip que se activa sin la necesidad de instrucción, de aprendizaje, de práctica consciente.

Seguramente seríamos una sociedad más armónica, más feliz, si desde la escuela básica se nos enseñara a pensar y a sentir, en lugar de empeñarse, con el aplauso blandengue de los padres que “malconocen” a sus hijos, en que repitamos de memoria las capitales del mundo (sin hacer ninguna asociación cultural, claro) y en que “cantemos” como remedo de mantra estupidizante las tablas de multiplicar (sin elaborar, tampoco, ningún procesamiento lógico abstracto).

El camino está, pues, en la búsqueda y en la provocación de cambios en el pensar y en el actuar individuales y colectivos para acceder a una vida más consciente, que puede en consecuencia ser más feliz, más amorosa, más solidaria, más sana, menos dañina, menos hostil, menos egoísta, en desarrollar la capacidad de comunicarnos consciente y eficazmente en la multiplicidad de niveles de la comunicación humana, de las transacciones comunicativas, para, con ello, buscar establecer más claras relaciones con los otros y con nosotros mismos por supuesto.

Si constantemente nos encontramos en la disyuntiva de quedarnos en la orilla de la simulación del amor y del desamor o transitar operativamente en las estrategias del amor, por qué no empezar a hacerlo ahora que realizamos una comunidad virtual.


[1] El amor y Occidente, Denis de Rougemont, 1984 (3ª), Kairós, Barcelona, p.16.
[2] Propongo un ejercicio, una especie de encuesta: pidan a sus conocidos que les definan en unas cuantas palabras lo que es el amor y verán cuánta ambigüedad se despliega. Propongo también otro ejercicio: pidan a sus conocidos que en dos minutos exactos (tomen el tiempo) anoten todas las palabras sueltas que les vengan a la mente y espontáneamente sobre el tema “amor”; envíenme las listas de palabras y en respuesta les devolveré el análisis lexicométrico. (ricardo3500@hotmail.com)
[3] El amor y Occidente, op. cit., p.16.
[4] El encuentro de dos expresiones que por separado son antagónicas, pero que unidas generan un tercer concepto sutil, paradójico, como “frágil fortaleza”, “modesta soberbia”.
[5] La muerte: un amanecer, Ediciones Luciérnaga, Barcelona, 1997 (17ª.), p. 31.
[6] Ibid., p. 46.
[7] “Discontinuidades, comunicación y desarrollo, [primeros pi(ni)nos]”, Pininos ’97, Jornadas de Ciencia y Vida, Epesa, México, 1998, pp. 23-29.
[8] Ibid., p. 69.
[9] Pininos ’97, Jornadas de Ciencia y Vida, Epesa, México, 2000, p. 34. Este texto una vez quiso titularse con una simple interrogación en diálogo y homenaje a la doctora Marina Arjona, lingüista mexicana y aguda exploradora de las relaciones entre la comunicación, la lengua y la psicología humanas. Hoy quiere ser una trinchera para defender la posibilidad del amor, una propuesta para configurar una comunidad virtual que multiplique los caminos de la solidaridad, del reconocimiento de la dignidad del otro, de la libertad que sólo da la conciencia.
[10] Marina Arjona, “Un punto de vista sobre el maltrato, Pininos ’97, Jornadas de Ciencia y Vida, Epesa, México, 1999, p.55.

1 comentario:

Unknown dijo...

Marisol, querida, gracias por recuperar y reciclar este texto que, créeme, desde aquellos días que lo publicaste, ha generado muchos comentarios y emociones: me han enviado muchos correos pidiéndome más información.
Tu siempre amigo, Ricardo.
Cuéntame en qué andas.